sábado, 12 de junio de 2010

Relato de sábado



Cuando leí por primera vez a Juan José Millás, la nostalgía detrás de sus cuentos me pegó como un ramalazo en el rostro. Siempre he creído que lees los libros que debes leer en el momento que debes hacerlo, esa fue otra muestra de ello. Me gusta la delicadeza con la que va enlazando lo improbable con lo posible. Así quiero escribir, mientas lo consigo, me conformo con leerlo.


LA VIDA
Mañana moriré

No sé en qué momento de la jornada me di cuenta de que, aunque para los demás era miércoles, para mí era jueves, pero me había ocurrido otras veces y no le concedí importancia alguna. Hay semanas que uno quiere acortar y lo soluciona suprimiéndoles un día. El problema surgió el sábado. Los sábados, mi mujer y yo solemos ir al cine y a cenar. A veces llamamos a un matrimonio amigo y vamos juntos. Por la mañana sugerí a mi esposa que telefoneara a los Gutiérrez, para salir esa tarde. Ella me contestó que era viernes. No dije nada, pero me quedé desconcertado. Trabajo en casa, hago programas informáticos y tengo poca relación con el mundo exterior, por lo que tiendo a desconfiar de mis percepciones. De modo que antes de que mi mujer se fuera a su trabajo (es jefa del departamento de divisas de un banco) bajé a comprar el periódico y comprobé en su cabecera que era sábado.

—Mira el periódico —dije abandonándolo sobre la mesa de la cocina, donde ella estaba desayunando.
—¿Qué tengo que mirar?
—El día que es.
—Viernes quince de octubre.

Me acerqué, miré la fecha por encima de su hombro y vi que tenía razón. Pero cuando se marchó, al volver a mirarlo, vi que ponía sábado 16 de octubre. Comprendí que cuando el periódico lo leía ella era viernes y cuando lo leía yo era sábado. En otras palabras, por alguna razón inexplicable yo vivía con un día de adelanto sobre el resto de la humanidad. Hice, naturalmente, unas cuantas comprobaciones más, pero todas arrojaron el mismo resultado. Esa noche, durante la cena, se lo conté a mi mujer.

—¿Sabes que vivo con un día de adelanto sobre el resto de la gente?

Me miró con expresión interrogativa y se lo expliqué con todo detalle. Cuando terminé, se echó a reír y comprendí que se lo había tomado a broma. No insistí. A mí mismo me parecía lo suficientemente increíble como para hacerme dudar de mis sentidos.

Durante los siguientes días, continué haciendo comprobaciones y me di cuenta con espanto de que era verdad. Yo conocía las noticias con un día de antelación, lo que, aunque en principio parecía una ventaja, era un horror. Vi en el periódico un martes (un martes mío) la esquela de mi madre, que para el resto de la familia continuaba viva. Vi la noticia de un incendio y de un terremoto antes de que se produjeran. Visité a mi hijo en el hospital por un accidente que había tenido con el coche antes de que para los demás se hubiera estrellado. También veía cosas buenas, pero no las podía compartir con nadie. Así, cuando nuestra hija, que estudió medicina, obtuvo la plaza en un hospital prestigioso, tuve que aguantarme las ganas de llamar a toda la familia para pregonarlo.

Empecé a beber. Un día, estaba en un bar, yo solo, apurando una copa, cuando se sentó a mi lado una mujer solitaria. Trabamos conversación y al poco le confesé mi problema. Me dijo que a ella le pasaba algo parecido, pues vivía con dos días de antelación en vez de uno. Era miércoles para mí (martes para el resto de la humanidad) y jueves para ella.

—Entonces, ¿este encuentro entre tú y yo se está produciendo hoy o mañana?
—Hoy para ti. Para mí ocurrió ayer y para el resto de la humanidad aún no ha sucedido.
—Ya que estás en mañana, dime qué va a ocurrir hoy.
—Hoy va a ocurrir que tú y yo nos vamos a ir a la cama —dijo—, vivo aquí al lado, pero te va a dar un infarto cuando comiences a desnudarte y yo te voy a colocar en el ascensor, donde te encontrarán muerto mañana por la mañana. En realidad, ya te han encontrado. Ha venido la policía y nos ha preguntado a todos los vecinos si te conocíamos. Todo el mundo ha dicho que no.
—Nos tenemos que ir ya, pues —pronuncié con la resignación y la entereza que me proporcionaba el alcohol.
—Sí —dijo ella—, es la hora.

Salimos del local y nos dirigimos a su piso, que estaba en el edificio de la esquina. Al comenzar a desnudarme sentí un dolor fuerte en el hombro que en seguida se desplazó al pecho. La mujer, al darse cuenta de lo que ocurría, me puso la chaqueta y me ayudó a salir al ascensor, donde me dejó tirado. Un instante antes de morir recuperé la percepción normal del tiempo y aunque me morí en el miércoles continué vivo en el martes. Fui a casa, me encerré en mi cuarto y me puse a escribir este texto. Mañana moriré. No se culpe a nadie de lo ocurrido.

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